La rebelde fidelidad de Pedro Casaldáliga

Hace algunos días se apagó -a los 92 años- la vida de Pedro Casaldáliga (1928-2020). Sus brazos “se han cansado de echar semilla al viento”. Nació en Cataluña, fue misionero claretiano durante 75 años y por 34 años fue obispo de Sâo Felix de Araguaia (Mato Grosso, Brasil). Hace 8 años comenzó un parkinson que lo fue apagando lentamente. Sin pretender escribir el resumen de su vida, comparto algunos rasgos poéticos y proféticos de este testigo de la Iglesia Latinoamericana, que vale la pena conocer en profundidad. 

Sus primeros pasos como cristiano los dio en una Iglesia perseguida, en los tiempos de la guerra civil española. Los primeros años de religioso van pasando por los barrios populares en Sabadell, Barcelona, Barbastro y Madrid. La aspiración más profunda de su vida fue vivir lo más parecido a Jesús de Nazaret y su regla de vida fueron las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). Vivió su ministerio sacerdotal como una fuente de libertad y creatividad (siendo cura joven le gustaba viajar a dedo por España). 

A pocos años de terminado el Concilio Vaticano II, parte a fundar una nueva misión claretiana en el Mato Grosso, Brasil. A los 40 años llegó a Sao Félix sin mucho conocimiento de la realidad de América Latina. Vivió su propio proceso de inculturación, iluminado por la vida de un Dios que “en el vientre de María se hizo hombre, y en el taller de José se hizo clase”. En sus comienzos intentó estar bien con todos, pero su fidelidad al evangelio y a los pobres no se lo permitieron. Su cercanía a la realidad de los campesinos que sufrían la injusticia de los latifundios le conmovió y le impidió la neutralidad. Se identificó rápidamente con la utopía de los desposeídos, para siempre, con toda su vida. 

Después de tres años como cura, en 1971 fue nombrado obispo de la prelatura de Sao Félix en la Amazonía. No le bastó el nombramiento oficial y tuvo que consultar a su pueblo y sus colaboradores. Inmediatamente renunció a todo signo de poder y comprendió la autoridad como servicio. Cambió la mitra por un sombrero de paja y el báculo por un remo. Utilizó toda su vida un anillo de tucum, símbolo contra la opresión indígena, que prontamente se convirtió en signo universal de la Iglesia de los pobres. El anillo oficial lo regaló. 

Fue un gran caminante dentro de una diócesis más grande que Nicaragua. No aceptaba casa, regalos, fiestas ni auto del latifundista explotador. No aceptó saltarse la fila de pobres. Aunque caminó muchas veces solo, siempre caminó en la Iglesia, “a pesar de la Iglesia”. Su amor por la Iglesia y su fidelidad la vivió con rebeldía y en movimiento. ¿Quién dijo que la fidelidad tenía que ver con la estabilidad, la neutralidad y el silencio? 

Debido a su historia nunca comprendió a la Iglesia sin persecución y un Jesús sin conflicto. Por sobre todo, amó a la Iglesia y fue fiel al evangelio a través de ella. La misma Iglesia que lo condenó y cuestionó su teología, después lo defendió; “quien toca a Pedro, toca a Pablo”, señaló Pablo VI en una carta que le salvó la vida. Su fidelidad rebelde encontró en Monseñor Romero un compañero y una fuente de inspiración: “¡Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de báculo y de Mesa...! (Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo)”. Siempre nos ha costado, a los que formamos parte de la Iglesia, reconocer a nuestros testigos. 





Prefería andar con sandalias o descalzo sobre la tierra roja. En una de sus confesiones poéticas expresó: “Yo, pecador y obispo, me confieso de soñar con la Iglesia vestida solamente de evangelio y sandalias”. Quienes compartieron de cerca con él, quedaron admirados de su capacidad de ternura y acogida, a pesar la dureza de los primeros años. Si hubiera que elegir dos palabras para resumir su vida podría ser “ternura y profecía”. Son palabras hermosas y exigentes para quienes queremos seguir a Jesús. Ciertamente hay muchas más palabras para definirlo.

Sobre su mesa de trabajo tenía como reliquia un grano de mostaza. Amaba y apostaba por lo pequeño. Su fe en el Reino de Dios era una esperanza en lo más sencillo y cotidiano. Su vida está llena de gestos pequeños, que son el resumen de todo su camino. 

Pedro Casaldáliga llenó su vida de causas, a las que amó más que a su propia vida. Abrazó la causa de los pobres, los trabajadores y de los “posseiros”, frente a su reclamo de justicia, respeto y dignidad. No aceptó que el latifundio quitara la tierra de los campesinos. Abrazó la causa indígena defendiendo los derechos humanos de los niños, ancianos y mujeres. Abrazó la causa del medio ambiente. El Papa Francisco encontró en él un buen aliado en su lucha por el cuidado de la Amazonía y la casa común. En definitiva, abrazó con todo su ser la causa del Reino. 

La mayoría de sus años en Brasil los vivió amenazado de muerte. Su propia vida encarnó la más incómoda de todas las palabras de Jesús: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia” (Mt 5, 10). En más de una ocasión se salvó porque no parecía un obispo tradicional. El no-poder le salvó la vida. Y se la salvó, para entregarla. El asesinato de su amigo sacerdote Joao Bosco, SJ, lo confirmó en su vocación profética. 

Fue un importante teólogo que llenó a la teología de la liberación de mística y espiritualidad. No entendió la teología como ejercicio de biblioteca sino como un pensar al Dios de los pobres, desde los pobres, en amistad con ellos y en adhesión a sus causas. Nunca dejó de estudiar la realidad social y de confrontar la vida con el evangelio. 

En su vida el Verbo se hizo verso. La poesía, que fue para él una contemplación cotidiana de la belleza, tuvo un lugar importante en su vida y fue el modo que eligió para hablar de sus grandes amores y pasiones; Dios y los pobres. En sus versos encontramos luz y sentido para continuar esta aventura del seguimiento, que muchas veces se va abriendo paso en medio de la noche de la infidelidad, como ese Judas a quien abrazó como “hermano, compañero de miedo, de codicias, de tradición”. Su vida entera es un poema. 

Toda su vida fue la búsqueda de un Dios escondido en los rostros pobres y heridos. Creyó en un Dios que puso su tienda en suburbio humano, que se hizo uno de tantos y que siendo vulnerable abrazó nuestro desamparo. Fue un buscador de silencios que fueron en su vida la raíz y el horizonte. 





En su aspecto frágil quedaron las huellas de muchas derrotas y de mucha muerte injusta. En medio de tanto dolor proclamó que “todo es gracia, todo es pascua, todo es reino, en el seguimiento de Jesús”. Todo su ser fue vida entregada y ofrenda repartida. 

Su gran anhelo era morir de pie como los árboles y como testigo del reino. Hace pocos días se apagó su vida anciana con un corazón lleno de nombres. Murió agachado y abajado por un parkinson que lo acompañó sus últimos años. Su vocación fue un amor que descendió, como el Dios de su vida. Su pascua está siendo una fiesta de la Iglesia de los pobres. Cuando la vida se pone en juego con tanta belleza y sentido, no hay mucho lugar para la tristeza. La muerte nuevamente ha sido derrotada (1 Cor 15, 55). Quizás la tristeza tenga que ver con no poner la vida en juego, con no abrazar causas y con no soñar lo imposible. 

Una de sus celebraciones de funeral fue en un polideportivo de Batataís, donde transcurre la vida del pueblo. Sombreros de paja, telas artesanales, una red de pescador y cercas de alambra acompañaron su cuerpo sin vida. La iglesia lo despidió con una sentida eucaristía donde lamentablemente predominó el rito romano, y muchos de los curas se vieron desesperados por tomar la última fotografía para sus redes sociales. Probablemente la verdadera fiesta la harán los pobres, que con otras redes, caminaron junto a él “llamados por la luz de tu memoria, marchando hacia el Reino haciendo historia”. 

Solo nos queda esperar que su memoria sea tierna e incómoda. Que su recuerdo no nos deje en paz, como la memoria de tantos y tantas testigos del evangelio que han partido en este año como Ernesto Cardenal, Mariano Puga, Panchita Morales y Benito Cassiers. Su testimonio nos invita a que nuestras eucaristías sean “fraternas y subversivas”, para seguir esperando a contramano y reclamando primaveras en medio del dolor humano. 

Su vida estuvo marcada y herida por el dolor de su pueblo. Enterró a muchos amigos sacerdotes, campesinos y niños. Muchos de ellos sin nombre. En ese mismo cementerio de los indios Karajá, mirando al río Araguaia en Sao Félix será enterrando en estos días. Quiere descansar con los sin nombre, para siempre. 

¡Hasta siempre Pedro Casaldáliga, obispo de los pobres y olvidados!

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