El horizonte de la muerte y la pregunta por el otro

No hay extensión más grande que mi herida.
Lloro mi desventura y sus conjuntos.
Y siento más tu muerte que mi vida
(Miguel Hernández, Elegía) 


No hay dudas de que estamos viviendo tiempos muy difíciles, por lo que no podemos caer en ese simplismo que sólo ve en estos momentos una “oportunidad” o pone el foco en “lo que ganamos” con esta nueva experiencia. Sabemos que es un tiempo muy complejo para todos y especialmente para las mayorías empobrecidas y marginadas de los diferentes países. Y en medio de esa complejidad, que se traduce en múltiples formas de dolor, hay que ser responsables y conscientes de la realidad social. Quizás sería más razonable afirmar que la pandemia pone de manifiesto ciertas condiciones de vida, que nos permiten profundizar y reflexionar algunas ideas. En esta ocasión me gustaría reflexionar sobre la experiencia de la muerte y el duelo. 

La experiencia y la posibilidad de la muerte siempre acompañan el andar de nuestra existencia, no obstante, hay tiempos de la historia en que ese horizonte se avizora con mayor fuerza. Este es uno de ellos. La crisis sanitaria del COVID 19 nos ha acercado el horizonte de la muerte de una manera radical. El virus que comenzó con datos estadísticos y gráficos logarítmicos, comienza lentamente a adquirir rostro de personas conocidas y queridas. Y este dolor aumenta cuando esas partidas están desprovistas de despedidas y procesos de duelo. 

La muerte no solo es el desenlace irreversible de nuestra vida sino que es el lugar desde donde nos pensamos a nosotros mismos y desplegamos la tarea de ser-humanos. El sentido y el carácter de proyecto inconcluso de nuestra vida, consciente o inconscientemente, se reflexiona a partir de este horizonte. La muerte es uno de los principales misterios de nuestra existencia y de nuestra fe. Aunque a veces intentemos maquillar este horizonte, la muerte es la música de fondo de nuestra vida. En términos filosóficos somos seres arrojados a la muerte y “ella es el reducto del ser y la medida de lo inconmesurable[1]” (M Heidegger). 

La cercanía a la experiencia del morir puede significar conectar nuestra vida con la soledad y el horror (algo parecido a lo que pinta Bruegel, el viejo en “El triunfo de la Muerte[2]”). La muerte es una presencia que abruma de manera contante nuestra vida, lo que se devela con más fuerza todavía en estos tiempos de pandemia. 

Y junto a la muerte está la experiencia del duelo. La ausencia que produce la partida de un ser querido requiere ser integrada mediante procesos de duelo, que muchas veces son largos y complejos. La experiencia del duelo, con sus múltiples posibilidades, nos permiten adaptar nuestra vida a esta nueva ausencia y nos recuerda que el dejar partir y la ausencia son parte del amor. Ya lo expresaba el poeta alemán R. M. Rilke[3]; “el amor es acompañar el silencio y la soledad del otro”. El duelo es el tiempo propicio para despedirnos, recoger lo vivido y agradecer esa vida que ha quedado atrás. Un duelo bien procesado modifica nuestra atención amorosa con los que todavía quedan, y nos permite salvaguardar la memoria en medio de la ausencia y el recuerdo de la amistad en medio de la soledad.

Uno de los mayores dolores de este tiempo de pandemia está en la imposibilidad de poder abrazar y acompañar el momento de la muerte, y de vivir el proceso de duelo que esta experiencia trae consigo. La muerte en soledad de un ser querido produce un desasosiego profundo. Y esta imposibilidad supone una doble herida. Necesitamos estar cerca de la persona que se está despidiendo de esta vida, para ofrecer algún pequeño gesto de amor y esperanza, aún con nuestro silencio. Simplemente necesitamos estar ahí y no podemos. 

La experiencia de la muerte y el duelo son dueñas de múltiples expresiones culturales e históricas. Cada lugar y cada tiempo tiene una carga simbólica y una narrativa propia frente al final de la vida. Inclusos nuestros tiempos de capitalismo neoliberal tienen su propia gramática del morir. En su lógica exitista, marcada por el bienestar y el poder de consumo, el horizonte de la muerte y la experiencia del duelo deben ocultarse para que el sistema capitalista pueda funcionar, tal como lo ha expresado el poeta chileno Raúl Zurita: “el lugar en que se confina a la muerte termina de fundirse con el lugar en que se confina a la eternidad: en el mall todos somos inmortales".

En definitiva el tiempo que vivimos ha permitido develar con más nitidez el horizonte de la muerte. ¿Qué sentido tiene para nuestra vida y nuestra fe recuperar este horizonte? ¿Hay un sentido más allá del dolor y el miedo?

En un primer aspecto creo que recuperar este horizonte le da más realismo, sentido y autenticidad a nuestra vida, en la medida que podemos constatar la condición de peregrino que tiene nuestra existencia. Simplemente somos un trozo de existencia que transcurre en un breve instante temporal. Nuestro destino, como lo expresan los hermosos versos de Atahualpa Yupanqui, no es más que “piedra y camino, de un sueño lejano y bello, viday, soy peregrino[4]”.

Recuperar el horizonte de la muerte y el carácter finito de nuestra vida, permite reconocer con mayor lucidez que nuestra vida está sujeta a otras vidas, que nuestra identidad se constituye en la alteridad, en el encuentro con el otro/a. Que somos más humanos en la medida que somos capaces de salir del encierro de nuestro yo. Somos seres en relación y nuestra identidad más profunda está en ese ser-dándonos. El horizonte de la finitud nos despierta de ese sueño individualista que cree que la vida humana no depende de otros. Y lo que hace nuestra en fe en esta idea de la interdependencia es radicalizar las posibilidades del amor humano, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Cf. Jn 13, 1).

Esto que parece tan obvio lo teníamos olvidado. Por algo la filosofía de nuestro tiempo, a través de pensadoras como Judith Blutter, se pregunta: “¿cuándo y cómo se convirtió en algo posible imaginar la propia vida por separado? ¿Cuáles fueron las condiciones le dieron vida a esa forma de imaginar?[5]

Aunque estábamos acostumbrados a gestionar nuestra vida de manera individualista, el horizonte de finitud, nos permite volver a reconocer que nuestros actos individuales tienen un impacto en los otro/as y en el planeta que habitamos. Cada uno de nosotros tiene el potencial humano de causar daño y cada uno de nosotros es lo suficientemente vulnerable para sufrirlo. El sentido de nuestra vida está en las condiciones compartidas que tienen nuestros sueños y proyectos. De alguna forma vivir es dejar de lado mi egocentrismo y creer es tomar consciencia que nuestro yo se constituye en la pregunta por el otro; sufriente, contagiado, herido, hacinado, etc. 

Este tiempo de pandemia, junto con el horizonte de finitud que nos ofrece, nos permite ahondar en nuestro compromiso por la vida. Vivir en cercanía con el horizonte de la muerte, nos debe comprometer frente a esas vidas que están siendo vulneradas en sus dignidades y derechos. Quizás algo de esto puede ayudar a explicar todo el movimiento que generó la injusta y terrible muerte de George Floyd. El horizonte de la muerte y la soledad de este tiempo hace que ese “I can’t breathe” se sienta más nuestro. 

Y quizás también este horizonte del morir sea el escenario propicio para preguntarnos por el lugar y sentido que tiene en nosotros la palabra Dios, en estos momentos de nuestra vida. La pregunta por Dios siempre nos conduce a indagar el sentido y trascendencia de nuestra propia vida. Sabemos que frente a la muerte, la fe no ahorra el dolor ni el sufrimiento y tampoco apaga todos los miedos, pero al menos nos permite abrir paso a la posibilidad de un amor, que está más allá de nuestra ausencia y partida. “¡Oh muerte!, tú que a todos nos dominas, ahora tú estás sometida sobre las alas que yo he conquistado en los ardorosos anhelos del amor”. 

La experiencia de Dios de nuestro hermano Esteban Gumucio ss.cc[6], frente al final de la vida posee una bella hondura. Esteban palpó la experiencia de la muerte desde muy niño, con la partida de su madre en medio de una experiencia de exilio. Esta temprana experiencia le permitió madurar la convicción de que el sentido de la vida no es el morir sino el vivir. Ya en su vejez y frente a la “inmanencia de la muerte”, y dentro de temores y oscuridades muy grandes, reconoció que el morir suponía un camino de amor a la vida y un abandono en Dios. Esteban se da cuenta que “la única preparación para la muerte es la vida”, es decir, aprovechar el gozo y la belleza de cada momento, por sencillo y cotidiano que sea. Su preparación consistió en reconocer que todo es “gratitud e iniciativa de Aquél que es fuente misteriosa e infinita de toda vida”. 

Si bien la cercanía a la muerte lo dejó en muchos momentos en un estado de máxima indefensión humana, ésta no fue impedimento para poder expresar: “me siento absolutamente pobre de todo y eso es una bienaventuranza: no soy dueño de nada, todo te pertenece. No puedo estar en mejores manos[7]”.

La muerte es parte del viaje de nuestra vida. Ya la vamos atisbando en distintas experiencias de muerte cotidiana, que sutilmente van haciendo a la muerte hermana una compañera de camino. La presencia de ese horizonte escondido y la familiaridad de la muerte en nuestro día a día, supone muchas veces una experiencia de “noche espiritual”. Para Esteban Gumucio ss.cc. hay dos maneras de mirar la noche: “una es como acabamiento del día, como oscuridad, como muerte, como sueño que desconecta de la vida; la otra es como el tiempo de la preparación, la oscuridad del vientre materno que está preparando el nacimiento”. Que este tiempo donde se devela la pequeñez y fragilidad de la existencia humana, nos permita mirar la noche con esperanza. Esa apertura nos ayudará a dejar atrás las noches de muerte y las noches ciegas, para abrir paso a la noche de la vida, que busca en medio de la devastación, la noche de la esperanza. 


[1] Cf. M. Heidegger. Ser y Tiempo, Ed. Trotta, 3 ed., 2018. Pr, 51-53, 62.
[3] Cf. O. Dörr, La palabra y la Música, Ensayos inspirados en la poesía de Rainer María Rilke, UDP, 2007.
[4] Cf. A. Yupanqui, Canto: Piedra y destino, https://m.letras.com/atahualpa-yupanqui/849464/.
[5] J. Blutter, Charla: What makes for a Livable life, Festival Aleph 2020, UNAM (https://www.youtube.com/watch?v=4qhh0SAcqtc). 
[6] Esteban Gumucio Vives ss.cc. (1914-2001), Sacerdote Chileno de la Congregación de los Sagrados Corazones, actualmente en proceso de Beatificación. 
[7] Cf. E. Gumucio, Cartas a Jesús, Cap. VI, Oración en la perspectiva de la muerte próxima, 3 Ed., Fundación Coudrin, Septiembre, 2014.

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