La vulnerabilidad recuperada

Yo soy tu cántaro (¿y si me quiebro?)
Yo soy tu bebida (¿y si me vierto?)
(R.M. Rilke, El libro de las horas)

Mientras las calles de muchas ciudades están vacías y otras van recuperando lentamente su sociabilidad, muchos aspectos de nuestra vida siguen estando en pausa. No es sencillo encontrar sentido en medio de lo que vivimos, en medio de esta vida sin cuerpos ni rostros. Tenemos anhelos de certeza y sed de confianzas, que sutilmente vamos reconociendo. No resulta nada fácil mirar y pensar nuestra vida y nuestra fe en este nuevo paradigma. 

Hemos perdido tanto. Pero en medio de esas pérdidas, que muchas veces experimentamos como pequeñas muertes cotidianas, la vida nos revela aspectos de sí misma que parecían congelados. Uno de ellos es la conciencia de nuestra vulnerabilidad. 

Probablemente la vulnerabilidad es el rasgo más común de la condición humana. Y recuperar la noción de vulnerabilidad supone adentrarnos en las heridas de nuestra historia y de nuestro presente. No en vano la palabra vulnerable, de origen latino está conformada por la palabra “vulnus” que significa “herida” y por el sufijo “abilis” que expresa “posibilidad”, por lo tanto, la vulnerabilidad es la posibilidad de ser herido. 

Recuperar la conciencia de la vulnerabilidad supone volver a pasar por las heridas de nuestra historia. Y esas heridas definen quiénes somos. No deja de ser interesante que desde la filosofía se ha considerado que somos “seres en duelo”, en la medida que las pérdidas se inscriben en nuestros cuerpos para siempre, dejándonos para siempre vulnerables (Judith Blutter). Somos nuestra vulnerabilidad. 

Sin embargo, en esa vulnerabilidad recuperada, se esconde una humanidad que es dueña de una belleza inimaginable. En una excelente novela llamada “Fractura”, del escritor argentino Andrés Neuman aparece la famosa y hermosa técnica japonesa del Kintsugi. “Cuando una cerámica se rompe, los artesanos del kintsugi insertan polvo de oro en cada grieta, subrayando la parte por donde se quebró. Las fracturas y su reparación quedan expuestas en vez de ocultas, y pasan a ocupar un lugar central en la historia del objeto. Poner de manifiesto esa memoria ennoblece el objeto. Aquello que ha sufrido daños y sobrevivido puede considerarse entonces más valioso, más bello”. (Andrés Neuman, Fractura, Algafuara 2018, 25).

Nuestro mundo actual, con el predominio de sus lógicas productivas y exitistas, nos incentiva a “esconder la herida”, personal y social. La técnica del Kintsugi va en un sentido contrario, pues invita a resaltar la grieta, que en medio de su dolor esconde una belleza única. No deja de ser sugerente esta invitación en tiempos donde hay tanto dolor que no se expresa, y tanto sufrimiento reducido a cifras. 

Para conectarlo con nuestra vida de fe, no deja de ser relevante, sobre todo en este tiempo pascual, que el inicio del anuncio de la resurrección comienza desde la experiencia de la herida. No hay resurrección sin pasar por la herida. Y no hay nuevo comienzo sin integrar las huellas y marcas que dejan los procesos anteriores. Los comienzos del anuncio pascual no escondieron las cicatrices de la cruz, porque reconocieron en ella la belleza, la hondura y la fuerza de la vulnerabilidad del crucificado. “Mi amor es todo lo que necesitas; pues mi poder se muestra plenamente en la debilidad” (Cf. 2 Cor 12, 9a).

En un segundo aspecto, la posibilidad de recuperar la conciencia de la vulnerabilidad, nos invita a hacernos más sensibles y responsables de los dolores de nuestros prójimos. Somos vulnerables en la suerte con los otros y lo que nos hace humanos es la capacidad de responder al sufrimiento de las personas que tenemos cerca. El gran desafío de este tiempo es el poder sentir el sufrimiento y las alegrías de los demás como propios. Mientras vemos día a día escenas que nos desgarran, como las incipientes protestas en barrios marginales de familias que no tienen qué comer, el evangelio nos recuerda que no basta el sentir, sino que el amor se juega en gestos concretos: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí” (Cf. Mt 25, 35-36).

Por su parte, el Papa Francisco ha hecho de la propia vulnerabilidad un principio espiritual fundamental para poder vivir nuestra vida de fe en estos tiempos de pandemia. Desde esta nueva conciencia espiritual nos ha invitado a rezar, y así reconocer la belleza que esconde nuestra fragilidad: “Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo”.

En tiempos de tantas pérdidas, recuperar la vulnerabilidad como condición esencial de lo humano, como principio de responsabilidad frente al sufrimiento de los otros y como principio espiritual para este tiempo, nos ayuda a reconocer que no somos omnipotentes de nuestra propia vida y que no podemos controlar todas las variables. Ojalá no se nos olvide que “la vida es un gran regalo”, como lo expresa esa hermosa canción de Nano Stern, y porque es regalo vale la pena gastarla en causas y utopías que valgan la pena. El que se conecta con su herida, se conecta con lo esencial de la vida humana. Quizás este tiempo de vulnerabilidad recuperada nos ayude a darnos cuenta que estábamos cuidando más la estética de las ramas, que la hondura de las raíces.

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