Apología del cuerpo desde el Cristo herido

Una de las experiencias más extrañas y difíciles de sobrellevar en este tiempo de cuarentena es la falta de contacto físico. Cuesta vivir en ausencia de la dimensión corporal, que día a día expresamos de tantas maneras. En un texto de creación poética escrito en un muro decía: “y cuando esto acabe, iré a abrazarte de manera infinita”. Si algo define este tiempo, es la falta de abrazo, encuentro y mirada. Las nuevas plataformas virtuales no son suficiente, y ese vacío de contacto corporal se comienza a sentir con el paso de los días.  

Uno de los aspectos más propios de nuestra fe es que ella, desde su misma raíz es una fe encarnada. Nuestra fe no es creíble sin cuerpo, esto queda muy claro en la encarnación de Dios en Jesús, “y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). El misterio de un Dios que por amor se hace “uno de tantos” es central en nuestra fe. Por otra parte sabemos que su encarnación no es neutral, puesto que Dios se hace un hombre pobre, poblador, trabajador, marginado. Ya lo expresa bellamente Pedro Casaldáliga “y el Verbo se hace Hombre, día y noche, delante de tus ojos, al filo de tus manos, detrás de tu silencio”.

Esta centralidad de lo corporal está presente, con especial densidad, en otra pieza fundamental de nuestra fe, el misterio Pascual que recordamos y celebramos estos días.  Si algo nos regala la contemplación de la cruz, la mirada amorosa al cuerpo roto de Cristo por amor es la certeza de que el cuerpo herido es un “lugar teológico”, donde podemos encontrarnos con Dios. Un principio espiritual consiste en afirmar que es justamente fijando nuestra mirada en el horror de la cruz, donde podemos “contemplar como la divinidad se esconde” (EE EE). En el cuerpo deforme, torturado, herido, sediento y humillado de Jesús está la fuente del amor más profundo de la historia. En ese cuerpo roto está el mismo Dios sufriendo la pasión del Hijo.  

Teniendo presente estos dos principios fundamentales de nuestra fe (encarnación y misterio pascual) cuesta comprender cómo a lo largo de la historia, una y otra vez hemos ido desencarnando o espiritualizando la dimensión corporal de nuestra fe, hasta negarla. Pareciera que le tenemos miedo al cuerpo, tapándolo o escondiéndolo muchas veces en una moral añeja, que alberga falsamente que la idea de que “lo espiritual” es mejor o más puro. 

Hace algunos días leí una reflexión de un sacerdote argentino que me impactó profundamente: “El cuerpo herido de Cristo sigue emergiendo y gritando cada vez con más fuerza, desde los cuerpos voluptuosos de las trabajadoras y trabajadores sexuales, pasando por los cuerpos golpeados de tantas mujeres, los cuerpos inyectados con tantas sustancias, o los cuerpos desgastados por trabajos a veces esclavizantes, hasta los cuerpos de una humanidad que ahora teme el encuentro, posible portador de contagio” (Eleuterio Ruiz). 

En la semana santa se nos invita a volver nuestra mirada a la cruz de Jesús. A través de ella podemos ver cómo en el cuerpo ultrajado de todas las víctimas de la historia, se esconde el mismo Dios. En todos los cuerpos contagiados de nuestro tiempo y en todos aquéllos que ponen el cuerpo para proteger, cuidar y acompañar a las víctimas de la pandemia, está el amor discreto de Dios por su humanidad herida. La cruz abraza las heridas de nuestra historia y de nuestra vida. Y nuevamente la poesía lo puede expresar mejor que nadie: “Eres un Dios escondido, pero en la carne de un hombre. Eres un Dios escondido en cada rostro de pobre. Más tu Amor se nos revela cuanto más se nos esconde” (P. Casaldáliga).

El domingo junto a nuestras familias podemos proclamar que Jesús resucitó. La resurrección no es el final feliz de la historia, porque ahora toca vivirla. Decir que Jesús resucitó quiere decir que “la vida es más fuerte que la muerte; la justicia es más fuerte que la injusticia; que la esperanza es más real que la resignación” (Jon Sobrino). El anuncio de la resurrección no se puede hacer on line. Solo se anuncia la buena noticia de la resurrección desde esa cercanía amorosa con los cuerpos heridos de nuestro tiempo. 

Y aquí el cuerpo nuevamente tiene un lugar central, porque no hay experiencia de la resurrección, sin cuerpo ni herida. Jesús resucitado, desde su propio cuerpo herido, va restaurando la vida de cada uno sus discípulos y discípulas. El Resucitado repara personas e historias concretas. Y esto lo vemos en la incredulidad de Tomás, que ocho días después de la pascua, había dicho: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20, 25). Tomás está ausente, decepcionado, lleno de incertidumbre por el futuro de su vida, metido para adentro. Hasta que nuevamente aparece Jesús, que sin ningún tipo de recriminación, muestra un gran amor hacia su persona y fragilidad. Este amor lo repara para siempre y Tomás simplemente puede responder con una de las confesiones de fe más hermosas del evangelio, “Señor mío y Dios mio” (Jn 20, 28). 

Que en este tiempo de incertidumbre en medio de la pandemia, nuestra mirada amorosa se detenga en tantos cuerpos heridos por los contagios y el riesgo del cuidado. No olvidemos que la vida nueva que nace con la resurrección incluye las heridas de nuestra propia historia, y que la fe en el resucitado nace del contacto con el cuerpo y su herida, ese cuerpo que torpemente hemos negado tantas veces, y que hoy día anhelamos abrazar de manera infinita. 

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